jueves, 25 de noviembre de 2010
Pollos financieros y mercados sin cabeza (I)
martes, 16 de noviembre de 2010
Contra el pesimismo, acción
Conste que búsqueda de la felicidad no es lo mismo que ser feliz. Esa búsqueda -pues otra cosa no hay- comprende la facultad de saber qué es lo que mejor sabemos hacer y hacerlo (con independencia de nuestras habilidades sociales) y la de saber cómo podemos estar entre los otros con lo que hacemos. Grandes habilidades sociales no implican necesariamente mayor satisfacción (ni mayor sabiduría).
domingo, 14 de noviembre de 2010
Cuando te despidas asegúrate de que lo haces del finado
sábado, 13 de noviembre de 2010
Dios y tal

martes, 9 de noviembre de 2010
Dioses irresponsables y ciudadanos virtuosos (y II)
Por tanto, queremos renunciar a la (falsa) omnipotencia pero acceder a la ciudadanía ¿Por dónde empezar? - se pregunta usted, desacostumbrado lector. Primero por reconocerse como igual a los demás, y por tanto limitado en su poder, que comparte con muchos otros. Para influir en la organización de las cosas públicas tenemos que unirnos: uno por uno somos impotentes; agrupados podemos hacernos oír. Si somos iguales, nos debemos un respeto. Y si vamos a compartir un proyecto respetarse significa discutir los asuntos importantes abiertamente y con honestidad. Es decir, sin utilizar a los demás para nuestros fines particulares. Sin perder de vista el bien común. Enhorabuena, venturoso lector: ha dado usted con la virtud ciudadana.
Ciudadanía, murmura usted, embelesado lector, y se imagina a sí mismo con túnica, en el ágora y hablando en griego clásico. Ciudadanía. ¿Qué significa? Derechos, sin duda, pero también obligaciones. Libertad, pero no sin responsabilidad. Pertenencia, pero abierta a nuestros iguales, que son todos. Y algo más: participación. La ciudadanía que quieren los grandes partidos es la de una planta de salón que cada cuatro años salga de su macetero y trabajosamente consiga depositar en la consabida urna el lastimero voto. Vuelta al macetero y a vegetar. Usted, enérgico lector, dice no a esa ciudadanía comatosa. Usted ha comprendido que hay que actuar. Existen muchas formas de hacerlo. A usted le gustaría, por ejemplo, tener algo más que decir acerca de quiénes sean los líderes que nos representen. Pues bien, existe un mecanismo para ello: las elecciones primarias, a través de las cuales se puede dirimir el liderazgo en diferentes niveles de un partido político. Así se puede evaluar el mérito del trabajo y de las propuestas de unos y de otros. Así se piden y se ejercen responsabilidades. Así se debate públicamente y se coordinan las acciones. Ah, la razón actuando, la deliberación en estado puro, la virtud cívica en todo su esplendor.
Pero usted, resabiado lector, no se ha caído de un guindo. ¿Cómo sabe que no se van a reproducir en las primarias los vicios que tanto le molestan en otras elecciones? Abre el periódico y se topa con el PSOE de Madrid, donde todos cantan las alabanzas de las primarias, a pesar de que ninguno las quería: no les ha quedado más remedio al fracasar las componendas y las coacciones. Las crónicas hablan de avales, facciones, promesas, apoyos, intercambios. Pura negociación entre grupos de poder. Al final alguien gana. ¿Y bien? ¿Dónde está la virtud cívica? ¿Qué de bueno puede salir de ahí? No me entienda mal, paciente lector: las primarias son una institución apreciable. Pero de nada sirven las mejores instituciones, ni las leyes más rigurosas, ni los estatutos mejor compuestos si prescindimos de la virtud ciudadana. Es decir: si no estamos dispuestos a hacer lo correcto por el interés general y si no exigimos a nuestros representantes que hagan lo mismo.
viernes, 5 de noviembre de 2010
Dioses irresponsables y ciudadanos virtuosos (I)
Querido lector: es usted poderoso. Nuestro sistema político le otorga unos derechos que le permiten decidir quién gobierna. Usted, una persona de apariencia humilde, es en realidad un soberano (o soberana). Un potentado (o potentada). Un dios (o diosa). Los grandes líderes de la nación se muestran ante usted deferentes, serviciales, incluso aduladores. No dejan de decirlo: usted, imperial caballero (o amazona), cuya única arma es una papeleta electoral, es depositario de la sabiduría, de la sensibilidad y aún de la presciencia. Usted es el Pueblo Soberano (le aseguro que escribo estas líneas genuflexo).
Con otra retórica y peor sintaxis este viene a ser el mensaje que se nos arroja desde el establishment. Pero usted, intuitivo lector, nota que algo no encaja. “¿Por qué - se pregunta - esta gente extraña se empeña en hacerme tanto la rosca? Dicen que soy sabio, y sin embargo no logro sintonizar el TDT. Además, aparte de votar cada cuatro años, ¿de qué otra forma ejerzo mi inmenso poder? De higos a brevas me acerco a mi colegio electoral y me veo obligado a elegir de un menú que, salvo pocas excepciones, comprende platos sin sustancia o directamente podridos”. Resignado, se conecta a internet, abre un periódico, enciende la radio y vuelve a encontrarse con el mensaje de siempre: “usted decide, y lo que decide es que nosotros decidamos por usted”.
Una vez introducida la sagrada papeleta en la urna proverbial, usted, perspicaz lector, se percata de que ya no pinta casi nada. “Déjenos a nosotros, los profesionales” parecen decirle, como si la política fuera una rama de la fontanería o de la contabilidad. Una tarde, al volver a casa, coincide con su vecino, el del ático, y usted, confiado lector, le abre su corazón. Él contesta que la política es así, y que lo que tienen que hacer los políticos es dejar a la gente en paz para que se ocupe de sus cosas. Si no fuera porque el ascensor se ha detenido en su planta, usted le contestaría que la política también forma parte de “sus cosas”.
Usted, esforzado lector, entra en casa y se derrumba en el sofá. Está agotado tras un día duro en la oficina. ¿Qué dan hoy? Fútbol, seguro. O una serie infumable. Lo pone, pero no le presta atención. Una idea le da vueltas en la cabeza. Sí, reflexivo lector, hay una contradicción en el discurso: por una parte le atribuyen a usted un poder ilimitado; por otra le invitan a dedicarse a sus asuntos, a no meterse en política, que ya es la vida muy complicada. No se concentra en el fútbol, perplejo lector. Ante usted se aparece una imagen escalofriante: cuarenta y cinco millones de seres todopoderosos viendo la tele absolutamente desentendidos de lo que acontece. El mundo como un inmenso Olimpo en el que los dioses no sólo no tienen sobre quién mandar, sino que no tienen nada que decidir. Delegaron en un grupito de mortales que, paradójicamente, son los que hacen y deshacen a su antojo. Dioses irresponsables y hombres que les gobiernan ¡El mundo al revés!
Tras esta epifanía, lector visionario, usted comprende mucho mejor lo que se espera de usted: que se esté quietecito. Que cada cuatro años meta un sobre en una urna para justificar (más que legitimar) a los que van a mandar. Y que si quiere quejarse, puede hacerlo, pero nada más. Protesten, protesten, que hay libertad de expresión. Total, para lo que les va a servir... A estas alturas, desengañado lector, usted renuncia encantado a su estatuto divino. Devuelve el carné de dios y deja de pagar la cuota. Vuelve a ser lo que siempre fue: un mortal. Algo ha cambiado, sin embargo: ya no quiere ser todopoderoso, pero está decidido a ser un ciudadano.