
Sin embargo, lo más importante que como sociedad nos jugamos ahora es lo mismo que nos hemos jugado siempre: la dignidad democrática. ¿Y a qué llamo dignidad democrática? A los mínimos principios compartidos que permiten que este invento político funcione pese a otro tipo de diferencias. Y voy y me explico.
Los que nacimos en los años inmediatamente anteriores o posteriores a la muerte de Franco, no tuvimos experiencia directa de la transición. Los consensos de entonces, que moldearon nuestra cultura política de hoy, nos llegaron mediante los relatos de sus protagonistas o de observadores. En principio deberíamos estar mejor equipados para cuestionarlos con sensatez que los que vivieron el momento (aunque viendo a gente como Bibiana Aído, tan acomodada en el sectarismo más simplón, uno se da cuenta que la juventud no es más que un virus que, en casos desgraciados, no se pasa ni con la edad). En cambio sí vivimos algunos otros momentos importantes, como el asesinato de Miguel Ángel Blanco y sus consecuencias políticas. Lo que sucedió por entonces fue que se venció uno de los principios malignos heredados de la transición: el que, desde cierto sentimiento de culpa, no aprobaba pero sí entendía las motivaciones de los terroristas. Aquel crimen (y otros que lo precedieron y lo siguieron) sirvieron para marcar una línea roja y un cartel de prohibido el paso con la leyenda: "en esta democracia no caben todos: los asesinos y sus cómplices se quedan fuera". Puede parecer poca cosa, pero en España hay pocos consensos así. La participación masiva en las manifestaciones y la acción política de grupos como ¡Basta Ya! nos dio, además, un sentido de comunidad muy raro para el carácter español (en caso de que exista tal cosa).
Por supuesto es frágil. Cuando en 2004 unos terroristas islamistas mataron a 191 personas en Madrid, yo no escuché ningún grito de "terroristas asesinos" una vez que se supo que no había sido ETA, y sí, en cambio, el de "Aznar asesino". La línea y el cartel sólo servían para ciertos terroristas. Y ni eso. Desgraciadamente la lucha antiterrorista no ha quedado al margen de la marrullera pelea política española. Sin embargo, y en general, el principio ha sobrevivido. ETA es incompatible con la democracia. Y de este modo podemos sentirnos parte de una comunidad cívica para cuya pertenencia basta con compartir este principio y algún otro también muy general.
Lo que nos jugamos, y lo que nos vamos a jugar en los próximos años, incluso aunque ETA diga mañana que se rinde y que aquí están sus pistolas, es la supervivencia de ese principio. Lo que va a llegarnos (ya nos está llegando) es una llamada a la reconciliación. No. Aquí no ha habido dos Españas. Aquí ha habido asesinos y víctimas. Es fundamental que haya vencedores y vencidos para que ese sentimiento de comunidad tan frágil no se venga abajo. No podemos aceptar el mensaje de que las manifestaciones contra ETA fueron parte de un juego. No. Eran actos políticos en defensa de valores esenciales e irrenunciables en democracia. Y la línea que se marcó no era - no es - arbitraria como la del triple en baloncesto. Es la que marca la diferencia entre los que pueden entrar y los que no. Como vivimos en democracia la línea es muy generosa: basta con no matar ni ser cómplice de los que matan.
Lo que nos jugamos es nuestra comunidad política. Y no creamos que está a salvo. El ataque a la comunidad vendrá de dentro. Por ejemplo de Javier Cercas, que escribió en El País un artículo liberando a los etarras de la exigencia de condenar el crimen. Recibió la respuesta que se merecía de Arcadi Espada. Pero la cosa no quedará aquí. Que no nos venza el hastío.