domingo, 30 de enero de 2011

Que no te devore el animal menor (I)




Como decía el Capitán Jack Aubrey en la gran Master and Commander, en la marina hay que elegir siempre "el animal menor" (the lesser of two weevils, el menor de los gorgojos, en el original inglés). La política exterior se ha regido casi siempre por el mismo principio. Por eso los países ricos han patrocinado dictaduras en todo el mundo: para evitar males mayores. Tras esta estrategia está la idea de que las democracias en los países pobres son inestables, impredecibles, y que pueden acabar en manos de chalados, fanáticos, o peor: enemigos. Una dictadura subvencionada siempre será más manejable y más fiable. La predecibilidad es el asunto clave.

Así, el Departamento de Estado americano (también Europa, pero este blog se encarga de lo importante) ha promovido y subvencionado durante décadas a animales menores como tiranos en países de los llamados estratégicos: Pinochet en Chile, los talibanes en Afganistán, Hassan II y su heredero en Marruecos, Mubarak en Egipto. No entro ahora en juzgar la bondad o maldad de las dictaduras per se: me parece que son siempre criminales, en mayor o menor grado. Lo que me interesa es el argumento pragmático: mejor una buena dictadura que una mala democracia para la estabilidad mundial. Yo digo que no.

Es falso que las dictaduras sean más estables que las democracias: lo son sólo en apariencia. El descontento y la disidencia permanecen ocultos y no se pueden medir. La información llega a través de rumores y servicios de inteligencia. Nos hemos hecho a la idea de que la CIA y el MI5 son infalibles. En absoluto. Hacen lo que pueden, que a veces es poco. Las grandes crisis suelen coger a las potencias occidentales con el paso cambiado y cara de tontos. Nadie esperaba un colapso del comunismo en el 89. De hecho el muro de Berlín cayó por una confusión. Ahora todos los analistas del mundo árabe preparan con mucha prisa explicaciones retrospectivas de las revueltas.

Las democracias, en cambio, son más transparentes. El poder cambia, o puede cambiar periódicamente, con lo que las políticas exteriores tendrían que ser revisadas. Pero esos cambios suceden a plena luz. Pueden anticiparse y por tanto podemos prepararnos. En una dictadura, por el contrario, habrá menos cambios, pero el día que hay uno el mundo se tambalea. Además, los cambios suceden más deprisa hoy que durante la posguerra mundial. La democracia los canaliza de una forma más sana que las dictaduras.

Suele decirse que los países pobres carecen de una cultura política (y de una cultura en general) que permita a las democracias echar raíces. Así que favorecer las libertades y el estado de derecho en esos países es perder el tiempo. El animal menor es una opción más realista. Lo que ocurre es que hay una relación equívoca entre cultura política y democracia, y me explico. Sí, parece probado que se necesita unas ciertas actitudes cívicas para que haya democracia; pero, por otra parte, está más que probado que esas actitudes se generan cuando existen instituciones democráticas. También es un lugar común que hace falta un cierto desarrollo económico, sin considerar que no hay ninguna prueba de que una dictadura facilite el crecimiento. Más bien al contrario.

En resumen: patrocinar animales menores es una política miope, cortoplacista y especulativa (por no decir inmoral). Favorecer cambios democráticos es, sin duda, arriesgado y difícil... creo. Y digo creo porque nadie parece haberlo intentado nunca. Sostengo que, en cualquier caso, la disyuntiva se ha vuelto, a día de hoy, totalmente falaz. Los animales menores ya no están en condiciones de garantizar estabilidad. Políticas exteriores tan ridículas como la española han pasado a la historia. Lo que ocurre es que nos daremos cuenta dentro de treinta años, cuando todo haya cambiado de nuevo.

jueves, 6 de enero de 2011

Día de Reyes y otros pequeños tiranos




Bien, intentaré recuperar el ritmo perdido. ¿Hay algo que altere más la vida de una persona que el nacimiento de una hija? Sí, que a su hermano mayor le den dieciocho días de vacaciones en la guardería. Cualquier actividad que haya querido llevar a cabo en desde la víspera de nochebuena la he tenido que realizar con un mocoso de veintidós meses agarrado a mis pantorrillas exigiéndome completa atención. Olvidaremos el full, por el momento.

Durante estos días he querido escribir de muchas cosas: de la falacia tecnocrática (pensar que los problemas sociales son como atascos en tuberías), de la ambivalencia de la estabilidad (que nos evita sobresaltos a costa de consagrar la mediocridad) o del vudú político (consistente en atribuir todos los males en una sola persona a la que podamos sacrificar: muerto el perro...).

Pero hay poco tiempo y hoy es día de Reyes. Si no estuviera lloviendo, a estas horas la calle estaría llena de niños estrenando juguetes. A Álvaro le han caído una guitarra estruendosa, el tierno dinosaurio de Toy Story (al que, de momento, sólo se acerca acompañado y con suma prevención), unos animales de granja de apariencia realista (el cerdo resulta casi hiperrealista) y unos legos para principiantes. A Julia le ha tocado un conejo de trapo. No ha manifestado ni frío ni calor, pero también es verdad que lleva durmiendo toda la mañana.

Oficialmente, los juguetes son ya el principal grupo de objetos en nuestra casa, por delante de los cubiertos y de los bolígrafos. El baúl de mimbre blanco ya se ha quedado pequeño y los juguetes están colonizando la casa. Son como aquellas pequeñas cosas a las que cantó el Serrat más cursi, sólo que carecen de cursilería. Cualquier día aparecerá un cochecito en el congelador.

En la tele salen unos psicólogos diciendo que hay que regalar poco, que si no los niños no valoran los juguetes. Yo creo que hay que regalar poco porque si no los juguetes pueden ocupar un espacio que un día podríamos necesitar para respirar. No entiendo a esos psicólogos. Parecen decir que los niños podrían olvidar que habitan un entorno con recursos escasos, que hay pocos frutos que recolectar y que los depredadores acechan. ¡Pero si se trata de eso! ¿Qué sentido tiene si no montar un teatro como este cada 6 de enero? Que los niños crean y nosotros finjamos que podemos tener cualquier cosa que queramos.

Y ahora voy a ceder el teclado a mi primogénito, que ha escalado por mi muslamen con agilidad felina (g-tún, llama él a los gatos) y está empeñado en escribir su primer post. Felices Reyes, hijo, todo tuyo:

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