jueves, 25 de noviembre de 2010

Pollos financieros y mercados sin cabeza (I)

Pido perdón por anticipado: no voy a criticar al gobierno. Confío en que a pesar de ello usted, generoso lector, no me considere un mentecato.

La crisis. Los mercados. El riesgo soberano. La deuda. Otra vez vienen a por nosotros. Tambores. Tambores en lo profundo. Pero, ¿quién viene? ¿Quiénes son Los Mercados? Nombres, queremos nombres. Para empezar, cuando se habla de los mercados normalmente se alude a los compradores de deuda, o sea, a la demanda. También los gobiernos son el mercado, solo que en este caso en el lado de la oferta (otras veces los lados cambian). Resulta hipócrita (socialdemócrata, diría el gran Arcadi) jugar a un juego y luego impugnar las reglas. Pero una vez dicho esto, el problema sigue ahí: el Reino de España (también llamado Nunca Jamás, allí donde los niños no crecen) necesita financiarse y la demanda de deuda española está cayendo. Hay que pagar más para que nos presten lo mismo.

Todo el mundo pide medidas. Y yo con ellos. ¡Medidas, más medidas! ¡Queremos medidas hasta que nos salgan por las orejas! El gobierno ya tomó medidas, y unas que juró que nunca tomaría. Durante un tiempo pareció suficiente. Las cosas se calmaron y parecía que podíamos tirar. Hasta que alguien descubre que los bancos irlandeses están en quiebra y se vuelven a pedir medidas. Si uno rasca un poco ve que los que exigen medidas lo que quieren sobre todo es un cambio de gobierno. Bien está, yo también lo quiero. De lo que no estoy seguro es de que eso sirva para algo en relación con la deuda.

Imaginemos que el gobierno toma más medidas. Del tipo de las de Irlanda. A machete. Imaginemos que vuelve a pasar lo mismo: un tiempo de paz, y luego, hala, otra vez el diferencial que se dispara, las dudas sobre la economía española y de nuevo a pedir medidas. Supongamos que el gobierno se rinde, convoca elecciones y las pierde. Nuevo gobierno. Y sin embargo, sigamos suponiendo, esto no basta. Siguen las dudas, sigue el diferencial, sigue la vida. El Reino de Nunca Jamás suspende pagos. Y detrás va el euro, Alemania, Francia y... Estados Unidos.

No, dirán algunos, eso no puede pasar. Alemania no es España. Claro, pero España no es Irlanda, Irlanda no es Grecia y Grecia... La confianza, ah la confianza. ¿Qué nos hace confiar o desconfiar de alguien o de algo? Miramos a nuestro alrededor, al mundo, y creemos comprenderlo. Sin embargo, ¿cuánta gente que siente una desconfianza (léase acojone) hacia los aviones va todos los días a trabajar en un medio de transporte mucho más inseguro tal como el coche?

Muy largo este post, muy largo. He aquí un vídeo muy ingenioso que tuvo gran éxito hace un par de años, cuando todo empezó. "The sentiment of the market", dice uno de los cómicos. Sin embargo parece que queremos olvidar que entre los agentes económicos hay muchos con miedo al avión pero que luego no se abrochan el cinturón de seguridad en el coche.

martes, 16 de noviembre de 2010

Contra el pesimismo, acción

Sergio y Pocha dicen que no hay esperanza (o muy poca) en mi exposición de las cosas. Y sin embargo mi estado de ánimo está muy lejos de la desesperanza o del pesimismo. Cuando hablo de política y de la sociedad me centro en los problemas y no suelo mencionar que las cosas podrían ser (y de hecho han sido) mucho peores. En lo que me centro es en la distancia que hay entre mis expectativas y lo que nos rodea. También en desvelar (en lo que yo puedo) las incoherencias (inconscientes o no) de muchos discursos públicos, entre los que los hay estúpidamente optimistas y calculadamente pesimistas.

Nos movemos entre paradojas y hay que saber resolverlas. Para mí, descubrir nuevas posibilidades, nuevos horizontes, mejores formas de ver la vida es quizás lo más estimulante que hay. Me llena de ilusión y de proyectos. Y llena de sentido mis días. La mejor gasolina es hacer algo con un propósito. El propósito, por supuesto, tiene que ser ambicioso, cuanto más mejor. Por ejemplo, transformar la sociedad hacia otra más integrada, más cooperativa, más compasiva, más humana (y por sociedad no estoy pensando sólo en la española: como digo o se es ambicioso o uno se queda en casa).

La paradoja está en que cuanto más ambicioso es el propósito más escasas parecen mis posibilidades de lograrlo. Mis capacidades no dan para tanto, y el mundo tiene sus propias dinámicas en las que la inercia y el azar no son fuerzas menores. ¿Qué sentido tiene entonces ponerse en marcha? Todo el sentido desde el punto de vista personal. Para empezar, en cuanto a las capacidades uno se siente inclinado a mejorarlas, o sea, a mejorarse. Correr diez kilómetros en 55 minutos no es ninguna hazaña, y sin embargo para mí es un logro del que me siento legítimamente orgulloso.

Antes que esto, ese propósito me anima a buscar qué es lo que mejor hago. Indefectiblemente lo que mejor hace cualquiera es aquello que le apasiona, y sólo le puede apasionar algo a lo que encuentre el mayor sentido posible. Estoy hablando, nada menos que de la búsqueda de la felicidad. Gándara lo ha dicho mejor hoy mismo:

Conste que búsqueda de la felicidad no es lo mismo que ser feliz. Esa búsqueda -pues otra cosa no hay- comprende la facultad de saber qué es lo que mejor sabemos hacer y hacerlo (con independencia de nuestras habilidades sociales) y la de saber cómo podemos estar entre los otros con lo que hacemos. Grandes habilidades sociales no implican necesariamente mayor satisfacción (ni mayor sabiduría).
Por otra parte, el tipo de problema que a mí me interesa (de perfil social y político) implica a todo el mundo, lo que incluye a la gente que me rodea. Es altamente probable que nada de lo que yo pueda hacer vaya a cambiar la sociedad de forma directa (pretenderlo sería una preocupante voluntad de omnipotencia). Pero quizás pueda influir sobre mi familia, mis amigos, mis vecinos. La influencia que yo quisiera ejercer no es la del convencimiento, sino una mucho más ambiciosa y a la vez más accesible a cualquiera: la inspiración. Y digo accesible a cualquiera porque para inspirar basta con creer en lo que se dice y en hablar a la gente tomándola como fines en sí mismos, no como medios. Si convencer es coger a alguien y traerlo a donde tú estás, inspirar es darle un motivo para buscar, para actuar, para moverse. Luego aparecerá donde tú estás o en otro sitio, pero si la búsqueda es honesta, tendréis mucho de lo que hablar.

Y luego está la acción. Por mucha razón que se tenga, nada hay más enfermizo que apoltronarse en la queja con los pies apoyados en la fantasía. El que así se acomoda termina intoxicado de sí mismo. Este blog pretende ser una forma de acción (tengo otras en marcha). Por supuesto toda acción persigue un objetivo (en este caso que se lea y resulte de algún modo inspirador), pero su sentido no depende de que se alcance o no. De hecho, la obsesión moderna por los objetivos, por los fines, está - me parece - en el origen de muchas formas de neurosis y depresión. No sólo porque en ocasiones no se alcancen, sino también porque muchas veces se alcanzan. Además, actuar significa ofrecer a los demás aquello que para uno tiene sentido ("estar entre los otros con lo que hacemos", en términos gandarianos). Sobre la importancia de centrarse en el proceso para una buena salud mental (y hasta moral), os dejo un vídeo cortesía de Ana Ruiz Sancho.


domingo, 14 de noviembre de 2010

Cuando te despidas asegúrate de que lo haces del finado

Resulta chocante toda la solemnidad, los lugares comunes y las presencias institucionales en la muerte de Berlanga. ¡Pero si Camps, Barberá y todo el submundo político valenciano podrían ser protagonistas de alguna película suya! Hubiera estado muy bien hacer de su funeral una escena berlanguiana. Veo con lástima que le gente que se muere no controla su despedida. Comprendo que los que se despiden son los demás, pero cuando lo que se pretende es cierta forma de homenaje, el homenajeado debería andar por allí, y no estar sólo de cuerpo presente.

Al funeral de Berlanga deberían haber ido aristócratas salidos, putones verbeneros, militares que aparcan su tanque en doble fila, pícaros, pobres y, políticos, por qué no, pero con los billetes calientes de la corrupción asomando por los bolsillos de la blazer. Se tocaría un pasodoble y todos acabarían en el cuartelillo.

Si algún día, Dios no lo quiera, falleciera Jordi Pujol, deberían faltar el 3% de sus cenizas.

Si muere Berlusconi a su entierro debería ir toda Italia, pero cobrando. Su féretro lo portarían 6 mamachichos y se crearía un canal de televisión que ofrecería las 24 horas imágenes en vivo del interior de su tumba.

En el funeral de Parada el ataúd sería un inmenso piano que tocaría el pianista de Parada. Como con los antiguos faraones, sus colaboradores serían enterrados con él. Asistirían un millón de abuelas y la misa la daría Joselito (el pequeño ruiseñor).

Al introducir el ataúd con los restos de Julio Salinas en el nicho, los operarios, solos ante el Portero, fallarían incomprensiblemente.

Si alguien se anima, se admiten colaboraciones.

Más abajo está el mejor acto funerario, o lo que sea, que hase visto. En Los Vikingos, de Rhichard Fleischer. A partir del minuto 5. Suben el cadáver de Erik (Kirk Douglas) a un barco, lo dejan ir a la deriva con el sol del atardecer y cuando se aleja un poco le lanzan una lluvia de flechas incendiarias. La nave ardiendo se aleja hacia el oeste. Este verano, flotando en la piscina, pensaba que un final digno de mí sería que dejaran mi cadáver, vestido con mi bañador de flores, sobre una colchoneta de propaganda y mis allegados me arrojaran servilletas del chiringuito en llamas. Pero eso era este verano.

Adiós María Esther.

Hola Miguel González Pérez de Lema


sábado, 13 de noviembre de 2010

Dios y tal




El 5 de septiembre El Mundo publicó este editorial sobre Stephen Hawking y su famoso libro.

Yo envié esta carta al director, que no me publicaron:

Sr. Director:

El editorial de EL MUNDO sobre las afirmaciones de Hawking me causa varias perplejidades. Sostiene el editorial que ante el misterio de la materia y la nada, tan probable es la existencia de Dios como su inexistencia. No es así, ya que la existencia de Dios nos dejaría en la misma situación: ¿quién creó a Dios? La afirmación de un ser, una entidad eterna no es un argumento de la lógica, sino el fin de la misma. No digo que no pueda sostenerse, sino que no se le puede aplicar el término hipótesis, un término de metodología científica.
Otra perplejidad: si como afirma el editorial no caben interpretaciones relativistas (y por tanto Dios existe o bien no existe) la carga de la prueba cae sobre los que pretenden que existe. No se puede pretender que lo sobrenatural juegue en el campo de lo natural. Y no digamos ya el salto de la existencia de un ente creador a la de un ente moral que juzga a los seres humanos, como su editorial se permite sin argumentación alguna.
Pero lo que de verdad me deja estupefacto es la solicitud de respeto para las afirmaciones hechas desde la fe a la vez que se acusa a los científicos en general de vivir en una torre de marfil y compartir migajas de conocimiento con el vulgo. ¡Pero si es al contrario! El conocimiento científico es público por definición y está a disposición de cualquiera. El sometimiento estricto de la ciencia a las leyes de la lógica deja cualquier afirmación expuesta a la refutación. ¿Que algunos científicos son soberbios? Bien, la soberbia no es de su exclusivo patrimonio. En cambio han sido las jerarquías religiosas las que - ellas sí, desde una torre de marfil - se han pretendido intérpretes de la voluntad de Dios, un saber absoluto no sometido a refutación. Y, efectivamente, han compartido con el vulgo unas migajas de ese saber. Afortunadamente esta actitud histórica se ha atenuado en los países cristianos, pero se mantiene oscuramente victoriosa en muchos países islámicos.
A pesar de ello, siempre se exige respeto para las creencias religiosas más diversas. No tiene esa suerte el ateísmo, al que se exige discreción (a ser posible silencio), y cuando ese silencio se rompe se le acusa de soberbia. Acusación que invariablemente han recibido los hombres de ciencia de los hombres de Dios cuando a lo largo de la historia han hecho afirmaciones basadas en la razón que cuestionaban los dogmas imperantes.

Atentamente,

Juan de Ávila González Moyano

Dejo también un artículo de Savater al respecto, del 10 de septiembre en El País.

martes, 9 de noviembre de 2010

Dioses irresponsables y ciudadanos virtuosos (y II)

Por tanto, queremos renunciar a la (falsa) omnipotencia pero acceder a la ciudadanía ¿Por dónde empezar? - se pregunta usted, desacostumbrado lector. Primero por reconocerse como igual a los demás, y por tanto limitado en su poder, que comparte con muchos otros. Para influir en la organización de las cosas públicas tenemos que unirnos: uno por uno somos impotentes; agrupados podemos hacernos oír. Si somos iguales, nos debemos un respeto. Y si vamos a compartir un proyecto respetarse significa discutir los asuntos importantes abiertamente y con honestidad. Es decir, sin utilizar a los demás para nuestros fines particulares. Sin perder de vista el bien común. Enhorabuena, venturoso lector: ha dado usted con la virtud ciudadana.


Ciudadanía, murmura usted, embelesado lector, y se imagina a sí mismo con túnica, en el ágora y hablando en griego clásico. Ciudadanía. ¿Qué significa? Derechos, sin duda, pero también obligaciones. Libertad, pero no sin responsabilidad. Pertenencia, pero abierta a nuestros iguales, que son todos. Y algo más: participación. La ciudadanía que quieren los grandes partidos es la de una planta de salón que cada cuatro años salga de su macetero y trabajosamente consiga depositar en la consabida urna el lastimero voto. Vuelta al macetero y a vegetar. Usted, enérgico lector, dice no a esa ciudadanía comatosa. Usted ha comprendido que hay que actuar. Existen muchas formas de hacerlo. A usted le gustaría, por ejemplo, tener algo más que decir acerca de quiénes sean los líderes que nos representen. Pues bien, existe un mecanismo para ello: las elecciones primarias, a través de las cuales se puede dirimir el liderazgo en diferentes niveles de un partido político. Así se puede evaluar el mérito del trabajo y de las propuestas de unos y de otros. Así se piden y se ejercen responsabilidades. Así se debate públicamente y se coordinan las acciones. Ah, la razón actuando, la deliberación en estado puro, la virtud cívica en todo su esplendor.


Pero usted, resabiado lector, no se ha caído de un guindo. ¿Cómo sabe que no se van a reproducir en las primarias los vicios que tanto le molestan en otras elecciones? Abre el periódico y se topa con el PSOE de Madrid, donde todos cantan las alabanzas de las primarias, a pesar de que ninguno las quería: no les ha quedado más remedio al fracasar las componendas y las coacciones. Las crónicas hablan de avales, facciones, promesas, apoyos, intercambios. Pura negociación entre grupos de poder. Al final alguien gana. ¿Y bien? ¿Dónde está la virtud cívica? ¿Qué de bueno puede salir de ahí? No me entienda mal, paciente lector: las primarias son una institución apreciable. Pero de nada sirven las mejores instituciones, ni las leyes más rigurosas, ni los estatutos mejor compuestos si prescindimos de la virtud ciudadana. Es decir: si no estamos dispuestos a hacer lo correcto por el interés general y si no exigimos a nuestros representantes que hagan lo mismo.





viernes, 5 de noviembre de 2010

Dioses irresponsables y ciudadanos virtuosos (I)

Querido lector: es usted poderoso. Nuestro sistema político le otorga unos derechos que le permiten decidir quién gobierna. Usted, una persona de apariencia humilde, es en realidad un soberano (o soberana). Un potentado (o potentada). Un dios (o diosa). Los grandes líderes de la nación se muestran ante usted deferentes, serviciales, incluso aduladores. No dejan de decirlo: usted, imperial caballero (o amazona), cuya única arma es una papeleta electoral, es depositario de la sabiduría, de la sensibilidad y aún de la presciencia. Usted es el Pueblo Soberano (le aseguro que escribo estas líneas genuflexo).

Con otra retórica y peor sintaxis este viene a ser el mensaje que se nos arroja desde el establishment. Pero usted, intuitivo lector, nota que algo no encaja. “¿Por qué - se pregunta - esta gente extraña se empeña en hacerme tanto la rosca? Dicen que soy sabio, y sin embargo no logro sintonizar el TDT. Además, aparte de votar cada cuatro años, ¿de qué otra forma ejerzo mi inmenso poder? De higos a brevas me acerco a mi colegio electoral y me veo obligado a elegir de un menú que, salvo pocas excepciones, comprende platos sin sustancia o directamente podridos”. Resignado, se conecta a internet, abre un periódico, enciende la radio y vuelve a encontrarse con el mensaje de siempre: “usted decide, y lo que decide es que nosotros decidamos por usted”.

Una vez introducida la sagrada papeleta en la urna proverbial, usted, perspicaz lector, se percata de que ya no pinta casi nada. “Déjenos a nosotros, los profesionales” parecen decirle, como si la política fuera una rama de la fontanería o de la contabilidad. Una tarde, al volver a casa, coincide con su vecino, el del ático, y usted, confiado lector, le abre su corazón. Él contesta que la política es así, y que lo que tienen que hacer los políticos es dejar a la gente en paz para que se ocupe de sus cosas. Si no fuera porque el ascensor se ha detenido en su planta, usted le contestaría que la política también forma parte de “sus cosas”.

Usted, esforzado lector, entra en casa y se derrumba en el sofá. Está agotado tras un día duro en la oficina. ¿Qué dan hoy? Fútbol, seguro. O una serie infumable. Lo pone, pero no le presta atención. Una idea le da vueltas en la cabeza. Sí, reflexivo lector, hay una contradicción en el discurso: por una parte le atribuyen a usted un poder ilimitado; por otra le invitan a dedicarse a sus asuntos, a no meterse en política, que ya es la vida muy complicada. No se concentra en el fútbol, perplejo lector. Ante usted se aparece una imagen escalofriante: cuarenta y cinco millones de seres todopoderosos viendo la tele absolutamente desentendidos de lo que acontece. El mundo como un inmenso Olimpo en el que los dioses no sólo no tienen sobre quién mandar, sino que no tienen nada que decidir. Delegaron en un grupito de mortales que, paradójicamente, son los que hacen y deshacen a su antojo. Dioses irresponsables y hombres que les gobiernan ¡El mundo al revés!

Tras esta epifanía, lector visionario, usted comprende mucho mejor lo que se espera de usted: que se esté quietecito. Que cada cuatro años meta un sobre en una urna para justificar (más que legitimar) a los que van a mandar. Y que si quiere quejarse, puede hacerlo, pero nada más. Protesten, protesten, que hay libertad de expresión. Total, para lo que les va a servir... A estas alturas, desengañado lector, usted renuncia encantado a su estatuto divino. Devuelve el carné de dios y deja de pagar la cuota. Vuelve a ser lo que siempre fue: un mortal. Algo ha cambiado, sin embargo: ya no quiere ser todopoderoso, pero está decidido a ser un ciudadano.