lunes, 20 de diciembre de 2010

domingo, 12 de diciembre de 2010

¡Estoy escandalizado, escandalizado!


No creo que se haya tenido en cuenta suficientemente, a la hora de juzgar a los controladores aéreos, la cantidad de conversación que nos han dado. ¿Cuánto vale que los parroquianos puedan dejar descansar a Mourinho y Belén Esteban por unos días? Lo que han conseguido entre el célebre sindicato, el fotogénico portavoz y el fantasmal gobierno equivale a sacar a España de su triste celda y darle un paseo por el patio de la prisión. El estado de alarma debería ser obligatorio con carácter anual, cuando menos.

Pretendía no volver a subirme a la torre de control, pero elegí un mal día para dejar de oler pegamento. Creo que el asunto ha sido instructivo, en especial para el que haya podido abstraerse del ruido. Las crisis tienen la rara facultad de iluminar aspectos de la realidad que habitualmente están en la penumbra. Como aquel oficinista que un día llegó a casa antes de la hora y descubrió que su mujer, pese a no haber terminado la primaria, no sólo conocía algunos términos latinos sino que habría aprobado un examen oral.

En fin, que estoy escandalizado: he descubierto que en este garito se juega:

1. En España el criterio que se usa para juzgar cómo le va a uno en la vida es el nivel de ingresos (en relación directa), aunque seguido muy de cerca por las horas de trabajo (en relación inversa). Esto explica por qué cuando a la gente le dicen que el sistema de pensiones es insostenible tiende a taparse los oídos y a gritar "habla chucho que no te escucho". Que te paguen por no hacer nada es al español lo que el Valhalla a los vikingos. Solo que en lugar de un barco en llamas hay un autobús a Benidorm.

2. Para alcanzar el éxito dan igual las cualidades personales. De hecho algunas - como la honestidad, la generosidad o la ecuanimidad - pueden ser un engorro. Otras, como la inteligencia o la pasión, tienden a identificarse con el oportunismo y la oligofrenia. Y otras, como la virtud cívica, se desconocen.

3. Esto es magnífico, porque una vez devaluada cualquier cualidad personal, se ha alcanzado la auténtica democracia a través de lo que he dado en llamar el igualitarismo del listillo. El que llega más alto es el que sabe hacerse un hueco en una posición estratégica que le confiera un gran poder de negociación. Al listillo suele llamársele inteligente, además de guapo, valiente y orgullo de su prez: todo con tal de que nos haga un hueco a su vera.

4. Los debates públicos se desarrollan en neolengua. "Los controladores usan para mejorar sus condiciones laborales su dominio sobre el espacio aéreo. No juzgamos si ganan mucho o poco: lo que afirmamos es que ese dominio es ilegítimo ya que se ejerce sobre un bien público. Es como si un grupo de interés cualquiera pudiera impedir a la gente salir a la calle". ¿Saben qué miembro del gobierno dijo esto? Ninguno. Y eso que hablaron sin parar.

5. Al gobierno se le puede criticar al mismo tiempo por una cosa y la contraria. Es imprevisor porque decretó el maldito estado de alarma en pleno puente, y por el mismo motivo es maquiavélico: sabía la que se iba a montar y lo aprovechó para ganar puntos con la opinión pública.

6. En cambio se pasa por alto la verdadera responsabilidad del zapaterismo. Por un lado haberse entregado, desde el día en que llegó, a pactar cualquier cosa con cualquiera que pudiera proporcionarle algún rédito político. Por ejemplo el Estatut. Por ejemplo la negociación con ETA. Por ejemplo los últimos presupuestos (y los anteriores). El problema no es pactar, claro. El problema es que siempre es a cambio de privilegios (ellos, que tanto han criticado los de los controladores). Aun reconociendo que ya existiera cierta tendencia, ¿puede extrañarnos que a estas alturas en España todo el mundo crea que la ley es una suave seda que pasarse por el arco del triunfo? ¿Nos puede sorprender que cada grupúsculo de interés se crea en su derecho de hacer su santa voluntad? Un día habrá que hacer una lista, pero quizás sea esto lo peor que Zapatero ha dicho a España: que no tenemos nada en común, que esto es un sálvese quien pueda, que cualquiera puede ser presidente, Sonsoles.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Pollos financieros y mercados sin cabeza (y II)... y controladores descabezados




En todos los discursos, tanto a favor como en contra del gobierno, se contempla a los agentes económicos como entes dotados de racionalidad. Lo que, simplificando, es que usan la información que tienen para conseguir el mayor dinero posible. Podría decirse que lo que le ha pasado a los controladores aéreos es que les faltaba información: no conocían el alcance del estado de alarma. Podría decirse, pero yo no lo diría.

Lo que pasa es que la racionalidad es un animalito que no se deja atrapar fácilmente. Para ciertos entretenimientos, como los tests de inteligencia, resulta útil como la infame llave allen de Ikea. Pero imagine, imaginativo lector, que compra usted una estantería y cuando abre el paquete se encuentra con el árbol en bruto y una llave allen como toda herramienta.

El motivo por el que los economistas (o muchos de ellos) tienen fama de predecir magníficamente el pasado es que usan el paradigma de la llave allen, y cada vez que se abre el paquete y aparece un árbol en bruto modifican sus teorías para incluir la sierra eléctrica dentro del campo semántico de la llave allen. Así, todo termina siendo racional. Y mire usted. Tampoco.

Desde la psicología cognitiva Daniel Kahneman ganó un premio Nobel de economía por aportar evidencia empírica sobre nuestras dificultades para manejar probabilidades en la toma de decisiones. El darwinismo explica que nuestras mentes evolucionaron en un entorno lleno de depredadores, escaso en alimentos y en el que no existían flujos de capital a corto plazo ni hedge funds. En estas condiciones es normal que caigamos en falacias de todo tipo. Escrito desde el mundo financiero, se recomienda El Cisne Negro, de Nassim Nicholas Taleb, un experto en falacias más bien faltón y gamberro, o sea, muy divertido.

La negociación de los controladores con el gobierno podría estudiarse desde un punto de vista de decisiones racionales. Seguro que ya hay alguien escribiendo un ensayo en el que aplican la teoría de juegos, el dilema del prisionero y el resto de aparataje. ¿En qué han fallado los señores de los minaretes? ¿Les faltaba información? No lo creo: el arma que los bajó de la burra estaba en la Constitución. Puede que su petenencia a un grupo cerrado altamente endogámico les condujera a creerse una especie de elegidos intocables, cual los miembros de una secta. También puede que cayeran en la famosa falacia del pavo: durante cien días el pavo piensa que el hombre es su benefactor. El día 101, que resulta ser el de Navidad, el hombre entra en el corral con un hacha. El pavo se percata de su error al tiempo que nota un cosquilleo en el gaznate. El controlador piensa que el gobierno es un ente bondadoso (o débil) porque nunca en treinta años ha decretado el estado de alarma. Pero en vísperas de la Constitución el vicepresidente aparece con un decreto ley y una llave allen que se parece muchísimo a un hacha.

***

Actulizado 7/12 a las 14:10



jueves, 25 de noviembre de 2010

Pollos financieros y mercados sin cabeza (I)

Pido perdón por anticipado: no voy a criticar al gobierno. Confío en que a pesar de ello usted, generoso lector, no me considere un mentecato.

La crisis. Los mercados. El riesgo soberano. La deuda. Otra vez vienen a por nosotros. Tambores. Tambores en lo profundo. Pero, ¿quién viene? ¿Quiénes son Los Mercados? Nombres, queremos nombres. Para empezar, cuando se habla de los mercados normalmente se alude a los compradores de deuda, o sea, a la demanda. También los gobiernos son el mercado, solo que en este caso en el lado de la oferta (otras veces los lados cambian). Resulta hipócrita (socialdemócrata, diría el gran Arcadi) jugar a un juego y luego impugnar las reglas. Pero una vez dicho esto, el problema sigue ahí: el Reino de España (también llamado Nunca Jamás, allí donde los niños no crecen) necesita financiarse y la demanda de deuda española está cayendo. Hay que pagar más para que nos presten lo mismo.

Todo el mundo pide medidas. Y yo con ellos. ¡Medidas, más medidas! ¡Queremos medidas hasta que nos salgan por las orejas! El gobierno ya tomó medidas, y unas que juró que nunca tomaría. Durante un tiempo pareció suficiente. Las cosas se calmaron y parecía que podíamos tirar. Hasta que alguien descubre que los bancos irlandeses están en quiebra y se vuelven a pedir medidas. Si uno rasca un poco ve que los que exigen medidas lo que quieren sobre todo es un cambio de gobierno. Bien está, yo también lo quiero. De lo que no estoy seguro es de que eso sirva para algo en relación con la deuda.

Imaginemos que el gobierno toma más medidas. Del tipo de las de Irlanda. A machete. Imaginemos que vuelve a pasar lo mismo: un tiempo de paz, y luego, hala, otra vez el diferencial que se dispara, las dudas sobre la economía española y de nuevo a pedir medidas. Supongamos que el gobierno se rinde, convoca elecciones y las pierde. Nuevo gobierno. Y sin embargo, sigamos suponiendo, esto no basta. Siguen las dudas, sigue el diferencial, sigue la vida. El Reino de Nunca Jamás suspende pagos. Y detrás va el euro, Alemania, Francia y... Estados Unidos.

No, dirán algunos, eso no puede pasar. Alemania no es España. Claro, pero España no es Irlanda, Irlanda no es Grecia y Grecia... La confianza, ah la confianza. ¿Qué nos hace confiar o desconfiar de alguien o de algo? Miramos a nuestro alrededor, al mundo, y creemos comprenderlo. Sin embargo, ¿cuánta gente que siente una desconfianza (léase acojone) hacia los aviones va todos los días a trabajar en un medio de transporte mucho más inseguro tal como el coche?

Muy largo este post, muy largo. He aquí un vídeo muy ingenioso que tuvo gran éxito hace un par de años, cuando todo empezó. "The sentiment of the market", dice uno de los cómicos. Sin embargo parece que queremos olvidar que entre los agentes económicos hay muchos con miedo al avión pero que luego no se abrochan el cinturón de seguridad en el coche.

martes, 16 de noviembre de 2010

Contra el pesimismo, acción

Sergio y Pocha dicen que no hay esperanza (o muy poca) en mi exposición de las cosas. Y sin embargo mi estado de ánimo está muy lejos de la desesperanza o del pesimismo. Cuando hablo de política y de la sociedad me centro en los problemas y no suelo mencionar que las cosas podrían ser (y de hecho han sido) mucho peores. En lo que me centro es en la distancia que hay entre mis expectativas y lo que nos rodea. También en desvelar (en lo que yo puedo) las incoherencias (inconscientes o no) de muchos discursos públicos, entre los que los hay estúpidamente optimistas y calculadamente pesimistas.

Nos movemos entre paradojas y hay que saber resolverlas. Para mí, descubrir nuevas posibilidades, nuevos horizontes, mejores formas de ver la vida es quizás lo más estimulante que hay. Me llena de ilusión y de proyectos. Y llena de sentido mis días. La mejor gasolina es hacer algo con un propósito. El propósito, por supuesto, tiene que ser ambicioso, cuanto más mejor. Por ejemplo, transformar la sociedad hacia otra más integrada, más cooperativa, más compasiva, más humana (y por sociedad no estoy pensando sólo en la española: como digo o se es ambicioso o uno se queda en casa).

La paradoja está en que cuanto más ambicioso es el propósito más escasas parecen mis posibilidades de lograrlo. Mis capacidades no dan para tanto, y el mundo tiene sus propias dinámicas en las que la inercia y el azar no son fuerzas menores. ¿Qué sentido tiene entonces ponerse en marcha? Todo el sentido desde el punto de vista personal. Para empezar, en cuanto a las capacidades uno se siente inclinado a mejorarlas, o sea, a mejorarse. Correr diez kilómetros en 55 minutos no es ninguna hazaña, y sin embargo para mí es un logro del que me siento legítimamente orgulloso.

Antes que esto, ese propósito me anima a buscar qué es lo que mejor hago. Indefectiblemente lo que mejor hace cualquiera es aquello que le apasiona, y sólo le puede apasionar algo a lo que encuentre el mayor sentido posible. Estoy hablando, nada menos que de la búsqueda de la felicidad. Gándara lo ha dicho mejor hoy mismo:

Conste que búsqueda de la felicidad no es lo mismo que ser feliz. Esa búsqueda -pues otra cosa no hay- comprende la facultad de saber qué es lo que mejor sabemos hacer y hacerlo (con independencia de nuestras habilidades sociales) y la de saber cómo podemos estar entre los otros con lo que hacemos. Grandes habilidades sociales no implican necesariamente mayor satisfacción (ni mayor sabiduría).
Por otra parte, el tipo de problema que a mí me interesa (de perfil social y político) implica a todo el mundo, lo que incluye a la gente que me rodea. Es altamente probable que nada de lo que yo pueda hacer vaya a cambiar la sociedad de forma directa (pretenderlo sería una preocupante voluntad de omnipotencia). Pero quizás pueda influir sobre mi familia, mis amigos, mis vecinos. La influencia que yo quisiera ejercer no es la del convencimiento, sino una mucho más ambiciosa y a la vez más accesible a cualquiera: la inspiración. Y digo accesible a cualquiera porque para inspirar basta con creer en lo que se dice y en hablar a la gente tomándola como fines en sí mismos, no como medios. Si convencer es coger a alguien y traerlo a donde tú estás, inspirar es darle un motivo para buscar, para actuar, para moverse. Luego aparecerá donde tú estás o en otro sitio, pero si la búsqueda es honesta, tendréis mucho de lo que hablar.

Y luego está la acción. Por mucha razón que se tenga, nada hay más enfermizo que apoltronarse en la queja con los pies apoyados en la fantasía. El que así se acomoda termina intoxicado de sí mismo. Este blog pretende ser una forma de acción (tengo otras en marcha). Por supuesto toda acción persigue un objetivo (en este caso que se lea y resulte de algún modo inspirador), pero su sentido no depende de que se alcance o no. De hecho, la obsesión moderna por los objetivos, por los fines, está - me parece - en el origen de muchas formas de neurosis y depresión. No sólo porque en ocasiones no se alcancen, sino también porque muchas veces se alcanzan. Además, actuar significa ofrecer a los demás aquello que para uno tiene sentido ("estar entre los otros con lo que hacemos", en términos gandarianos). Sobre la importancia de centrarse en el proceso para una buena salud mental (y hasta moral), os dejo un vídeo cortesía de Ana Ruiz Sancho.


domingo, 14 de noviembre de 2010

Cuando te despidas asegúrate de que lo haces del finado

Resulta chocante toda la solemnidad, los lugares comunes y las presencias institucionales en la muerte de Berlanga. ¡Pero si Camps, Barberá y todo el submundo político valenciano podrían ser protagonistas de alguna película suya! Hubiera estado muy bien hacer de su funeral una escena berlanguiana. Veo con lástima que le gente que se muere no controla su despedida. Comprendo que los que se despiden son los demás, pero cuando lo que se pretende es cierta forma de homenaje, el homenajeado debería andar por allí, y no estar sólo de cuerpo presente.

Al funeral de Berlanga deberían haber ido aristócratas salidos, putones verbeneros, militares que aparcan su tanque en doble fila, pícaros, pobres y, políticos, por qué no, pero con los billetes calientes de la corrupción asomando por los bolsillos de la blazer. Se tocaría un pasodoble y todos acabarían en el cuartelillo.

Si algún día, Dios no lo quiera, falleciera Jordi Pujol, deberían faltar el 3% de sus cenizas.

Si muere Berlusconi a su entierro debería ir toda Italia, pero cobrando. Su féretro lo portarían 6 mamachichos y se crearía un canal de televisión que ofrecería las 24 horas imágenes en vivo del interior de su tumba.

En el funeral de Parada el ataúd sería un inmenso piano que tocaría el pianista de Parada. Como con los antiguos faraones, sus colaboradores serían enterrados con él. Asistirían un millón de abuelas y la misa la daría Joselito (el pequeño ruiseñor).

Al introducir el ataúd con los restos de Julio Salinas en el nicho, los operarios, solos ante el Portero, fallarían incomprensiblemente.

Si alguien se anima, se admiten colaboraciones.

Más abajo está el mejor acto funerario, o lo que sea, que hase visto. En Los Vikingos, de Rhichard Fleischer. A partir del minuto 5. Suben el cadáver de Erik (Kirk Douglas) a un barco, lo dejan ir a la deriva con el sol del atardecer y cuando se aleja un poco le lanzan una lluvia de flechas incendiarias. La nave ardiendo se aleja hacia el oeste. Este verano, flotando en la piscina, pensaba que un final digno de mí sería que dejaran mi cadáver, vestido con mi bañador de flores, sobre una colchoneta de propaganda y mis allegados me arrojaran servilletas del chiringuito en llamas. Pero eso era este verano.

Adiós María Esther.

Hola Miguel González Pérez de Lema


sábado, 13 de noviembre de 2010

Dios y tal




El 5 de septiembre El Mundo publicó este editorial sobre Stephen Hawking y su famoso libro.

Yo envié esta carta al director, que no me publicaron:

Sr. Director:

El editorial de EL MUNDO sobre las afirmaciones de Hawking me causa varias perplejidades. Sostiene el editorial que ante el misterio de la materia y la nada, tan probable es la existencia de Dios como su inexistencia. No es así, ya que la existencia de Dios nos dejaría en la misma situación: ¿quién creó a Dios? La afirmación de un ser, una entidad eterna no es un argumento de la lógica, sino el fin de la misma. No digo que no pueda sostenerse, sino que no se le puede aplicar el término hipótesis, un término de metodología científica.
Otra perplejidad: si como afirma el editorial no caben interpretaciones relativistas (y por tanto Dios existe o bien no existe) la carga de la prueba cae sobre los que pretenden que existe. No se puede pretender que lo sobrenatural juegue en el campo de lo natural. Y no digamos ya el salto de la existencia de un ente creador a la de un ente moral que juzga a los seres humanos, como su editorial se permite sin argumentación alguna.
Pero lo que de verdad me deja estupefacto es la solicitud de respeto para las afirmaciones hechas desde la fe a la vez que se acusa a los científicos en general de vivir en una torre de marfil y compartir migajas de conocimiento con el vulgo. ¡Pero si es al contrario! El conocimiento científico es público por definición y está a disposición de cualquiera. El sometimiento estricto de la ciencia a las leyes de la lógica deja cualquier afirmación expuesta a la refutación. ¿Que algunos científicos son soberbios? Bien, la soberbia no es de su exclusivo patrimonio. En cambio han sido las jerarquías religiosas las que - ellas sí, desde una torre de marfil - se han pretendido intérpretes de la voluntad de Dios, un saber absoluto no sometido a refutación. Y, efectivamente, han compartido con el vulgo unas migajas de ese saber. Afortunadamente esta actitud histórica se ha atenuado en los países cristianos, pero se mantiene oscuramente victoriosa en muchos países islámicos.
A pesar de ello, siempre se exige respeto para las creencias religiosas más diversas. No tiene esa suerte el ateísmo, al que se exige discreción (a ser posible silencio), y cuando ese silencio se rompe se le acusa de soberbia. Acusación que invariablemente han recibido los hombres de ciencia de los hombres de Dios cuando a lo largo de la historia han hecho afirmaciones basadas en la razón que cuestionaban los dogmas imperantes.

Atentamente,

Juan de Ávila González Moyano

Dejo también un artículo de Savater al respecto, del 10 de septiembre en El País.

martes, 9 de noviembre de 2010

Dioses irresponsables y ciudadanos virtuosos (y II)

Por tanto, queremos renunciar a la (falsa) omnipotencia pero acceder a la ciudadanía ¿Por dónde empezar? - se pregunta usted, desacostumbrado lector. Primero por reconocerse como igual a los demás, y por tanto limitado en su poder, que comparte con muchos otros. Para influir en la organización de las cosas públicas tenemos que unirnos: uno por uno somos impotentes; agrupados podemos hacernos oír. Si somos iguales, nos debemos un respeto. Y si vamos a compartir un proyecto respetarse significa discutir los asuntos importantes abiertamente y con honestidad. Es decir, sin utilizar a los demás para nuestros fines particulares. Sin perder de vista el bien común. Enhorabuena, venturoso lector: ha dado usted con la virtud ciudadana.


Ciudadanía, murmura usted, embelesado lector, y se imagina a sí mismo con túnica, en el ágora y hablando en griego clásico. Ciudadanía. ¿Qué significa? Derechos, sin duda, pero también obligaciones. Libertad, pero no sin responsabilidad. Pertenencia, pero abierta a nuestros iguales, que son todos. Y algo más: participación. La ciudadanía que quieren los grandes partidos es la de una planta de salón que cada cuatro años salga de su macetero y trabajosamente consiga depositar en la consabida urna el lastimero voto. Vuelta al macetero y a vegetar. Usted, enérgico lector, dice no a esa ciudadanía comatosa. Usted ha comprendido que hay que actuar. Existen muchas formas de hacerlo. A usted le gustaría, por ejemplo, tener algo más que decir acerca de quiénes sean los líderes que nos representen. Pues bien, existe un mecanismo para ello: las elecciones primarias, a través de las cuales se puede dirimir el liderazgo en diferentes niveles de un partido político. Así se puede evaluar el mérito del trabajo y de las propuestas de unos y de otros. Así se piden y se ejercen responsabilidades. Así se debate públicamente y se coordinan las acciones. Ah, la razón actuando, la deliberación en estado puro, la virtud cívica en todo su esplendor.


Pero usted, resabiado lector, no se ha caído de un guindo. ¿Cómo sabe que no se van a reproducir en las primarias los vicios que tanto le molestan en otras elecciones? Abre el periódico y se topa con el PSOE de Madrid, donde todos cantan las alabanzas de las primarias, a pesar de que ninguno las quería: no les ha quedado más remedio al fracasar las componendas y las coacciones. Las crónicas hablan de avales, facciones, promesas, apoyos, intercambios. Pura negociación entre grupos de poder. Al final alguien gana. ¿Y bien? ¿Dónde está la virtud cívica? ¿Qué de bueno puede salir de ahí? No me entienda mal, paciente lector: las primarias son una institución apreciable. Pero de nada sirven las mejores instituciones, ni las leyes más rigurosas, ni los estatutos mejor compuestos si prescindimos de la virtud ciudadana. Es decir: si no estamos dispuestos a hacer lo correcto por el interés general y si no exigimos a nuestros representantes que hagan lo mismo.





viernes, 5 de noviembre de 2010

Dioses irresponsables y ciudadanos virtuosos (I)

Querido lector: es usted poderoso. Nuestro sistema político le otorga unos derechos que le permiten decidir quién gobierna. Usted, una persona de apariencia humilde, es en realidad un soberano (o soberana). Un potentado (o potentada). Un dios (o diosa). Los grandes líderes de la nación se muestran ante usted deferentes, serviciales, incluso aduladores. No dejan de decirlo: usted, imperial caballero (o amazona), cuya única arma es una papeleta electoral, es depositario de la sabiduría, de la sensibilidad y aún de la presciencia. Usted es el Pueblo Soberano (le aseguro que escribo estas líneas genuflexo).

Con otra retórica y peor sintaxis este viene a ser el mensaje que se nos arroja desde el establishment. Pero usted, intuitivo lector, nota que algo no encaja. “¿Por qué - se pregunta - esta gente extraña se empeña en hacerme tanto la rosca? Dicen que soy sabio, y sin embargo no logro sintonizar el TDT. Además, aparte de votar cada cuatro años, ¿de qué otra forma ejerzo mi inmenso poder? De higos a brevas me acerco a mi colegio electoral y me veo obligado a elegir de un menú que, salvo pocas excepciones, comprende platos sin sustancia o directamente podridos”. Resignado, se conecta a internet, abre un periódico, enciende la radio y vuelve a encontrarse con el mensaje de siempre: “usted decide, y lo que decide es que nosotros decidamos por usted”.

Una vez introducida la sagrada papeleta en la urna proverbial, usted, perspicaz lector, se percata de que ya no pinta casi nada. “Déjenos a nosotros, los profesionales” parecen decirle, como si la política fuera una rama de la fontanería o de la contabilidad. Una tarde, al volver a casa, coincide con su vecino, el del ático, y usted, confiado lector, le abre su corazón. Él contesta que la política es así, y que lo que tienen que hacer los políticos es dejar a la gente en paz para que se ocupe de sus cosas. Si no fuera porque el ascensor se ha detenido en su planta, usted le contestaría que la política también forma parte de “sus cosas”.

Usted, esforzado lector, entra en casa y se derrumba en el sofá. Está agotado tras un día duro en la oficina. ¿Qué dan hoy? Fútbol, seguro. O una serie infumable. Lo pone, pero no le presta atención. Una idea le da vueltas en la cabeza. Sí, reflexivo lector, hay una contradicción en el discurso: por una parte le atribuyen a usted un poder ilimitado; por otra le invitan a dedicarse a sus asuntos, a no meterse en política, que ya es la vida muy complicada. No se concentra en el fútbol, perplejo lector. Ante usted se aparece una imagen escalofriante: cuarenta y cinco millones de seres todopoderosos viendo la tele absolutamente desentendidos de lo que acontece. El mundo como un inmenso Olimpo en el que los dioses no sólo no tienen sobre quién mandar, sino que no tienen nada que decidir. Delegaron en un grupito de mortales que, paradójicamente, son los que hacen y deshacen a su antojo. Dioses irresponsables y hombres que les gobiernan ¡El mundo al revés!

Tras esta epifanía, lector visionario, usted comprende mucho mejor lo que se espera de usted: que se esté quietecito. Que cada cuatro años meta un sobre en una urna para justificar (más que legitimar) a los que van a mandar. Y que si quiere quejarse, puede hacerlo, pero nada más. Protesten, protesten, que hay libertad de expresión. Total, para lo que les va a servir... A estas alturas, desengañado lector, usted renuncia encantado a su estatuto divino. Devuelve el carné de dios y deja de pagar la cuota. Vuelve a ser lo que siempre fue: un mortal. Algo ha cambiado, sin embargo: ya no quiere ser todopoderoso, pero está decidido a ser un ciudadano.

martes, 26 de octubre de 2010

Una conversación sobre nación e identidad

Rubén González 13/10

¿Sueñan los líderes políticos (y sindicales) con ovejas votantes?

Publicado en El Transversal el 19 de octubre de 2010

El Presidente del Gobierno ha dicho que no siente haber traicionado sus principios con la reforma laboral. Es muy importante lo que sienta un presidente. Casi más que lo que piense. Porque lo que se piensa pertenece al ámbito de la razón, en el que uno se equivoca o acierta, dice la verdad o miente, aporta conocimiento o desinformación. Pero el sentimiento es otra cosa. Pertenece a lo íntimo, a lo que se dice uno por la noche justo antes de apagar la lamparilla. El Sr. Rodríguez Zapatero es muy generoso con la ciudadanía y comparte con frecuencia sus sentimientos. No es el único, claro. Todo el nacionalismo está construido sobre cimientos sentimentales. Y el discurso nacionalista, hasta en la sopa, ha cundido, se ha hecho popular (no sé si me siguen), ubicuo, imperante.

Sí, los sentimientos de un presidente de gobierno son - en España y a día de hoy - al menos tan relevantes como sus pensamientos. De lo que el Presidente pueda sostener razonadamente no conviene sacar demasiadas conclusiones. En la Moncloa no canta el gallo; se sabe que el día ha comenzado porque el gobierno ha modificado una política. ¿O será al revés? Podría ocurrir que el primer rayo de sol sea para el ejecutivo la luz que le señala un nuevo camino, distinto del de ayer. Probablemente conocerán la historia de aquel granjero que dio por hecho que el canto del gallo provocaba la salida del sol. La razón es lo que tiene: que es falible. ¿Y los sentimientos? Los sentimientos no fallan. Simplemente cambian. No tiene sentido juzgar un sentimiento como racional o irracional. Se siente lo que se siente. Si, por ejemplo, yo me siento socialista, nada puede cambiar este hecho, ni siquiera mis actos. ¿Que abandono mis posturas económicas tan enfáticamente defendidas y adopto las contrarias? Eso no tiene importancia, porque no siento haber traicionado mis principios. Si mis principios pudieran hablar seguro que les dirían que no se sienten traicionados.

El sentimentalismo se ha convertido en el caldo en el que chapotean la mayor parte de los partidos políticos, muchas administraciones públicas y un buen número de organizaciones sociales. Observen al líder sindical Toxo, que califica de "gran putada” la huelga general que él mismo ha convocado. Qué tormenta emotiva no se habrá desatado en la conciencia de este hombre para expresarse con tanta crudeza en horario infantil. Uno solo puede observar con angustia a estos personajes que se debaten entre sentimiento y razón, entre querer y poder. La vida pública española está alcanzando el dramatismo del mejor (peor) culebrón que imaginar podamos.

Por otra parte, algo huele a podrido en todo esto. La razón y las emociones no están tan separadas. Nuestro cerebro no es tan estanco como a veces se nos ha hecho creer. Al respecto, les recomiendo El error de Descartes, del eminente neurólogo Antonio Damasio. Sin emociones, el razonamiento funciona de forma defectuosa. Cuando observamos argumentos inconexos y errores lógicos, no podemos descartar que estemos ante gente sin emociones. Cuando un gobierno vuelve su política económica del revés sin reconocer que la anterior era equivocada, o cuando un sindicato convoca una huelga aún a sabiendas de que perjudica a mucha gente, ¿es posible que estemos contemplando una emotividad irremediablemente dañada? Podría ser, pero no sería justo darlo por hecho. Hay otra posibilidad: que presidente y sindicalista no estén siendo del todo sinceros sobre sus sentimientos, sobre sus razones o sobre ambos.

Veamos, ¿cómo es posible que un líder político, que además es el Presidente del Gobierno, cambie de un día para otro su política económica? Se dice que, ante la inminente suspensión de pagos del Reino de España y la presión de los más destacados líderes mundiales, Zapatero no tenía alternativa. La verdad es que siempre hay alternativa. Por ejemplo: no hacer nada, suspender pagos y esperar a que Europa venga a rescatarnos - ya había un precedente: Grecia - mientras nos hundimos en un populismo demagógico que acusa a los mercados y elude cualquier responsabilidad. En mi opinión, si no se eligió esta alternativa fue por la certeza de que el Gobierno y el PSOE quedarían agonizantes. La presión ciudadana sería de tal magnitud que el ejecutivo no tendría más salida que la convocatoria de elecciones, sabiendo que las perderían. Visto el panorama, toca salvar los muebles, arriar las velas y rezar a San Pablo (Iglesias). De un día para otro se hace lo que se juró que nunca se haría. Está claro que habrá un coste, pero es calderilla electoral comparada con la otra posibilidad. A partir de aquí se trata de recuperar el nunca perdido contacto con los nacionalistas y sobre todo de no dar ninguna explicación creíble a semejante cambio.

Entre las pérdidas con efectos electorales está el apoyo de los sindicatos, tan importante para Zapatero. Imaginen a Méndez y Toxo bailando el pasodoble de la política social al son de la orquesta gubernamental, y que así, sin avisar, se encuentran con que lo que suena ahora son unas sevillanas. Claro, podrían ponerse como locos a buscar los vestidos de gitana y las castañuelas, pero hay gente mirando. Su gente, sobre todo. A la que han dicho desde hace años que las sevillanas son de pijos. Nada de bailes de señoritos: nosotros el pasodoble, tan popular. Méndez y Toxo se encuentran con un dilema: quieren bailar lo que les ponga la orquesta, porque son amigos suyos y porque si no bailan podría llegar otra orquesta diferente que lo mismo no les gusta tanto. Por otra parte, adoptar ahora la estética de los Cantores de Hispalis podría llevar a su gente a preguntarse quiénes son esos fulanos que les mandan. Y no duden de que entre el público hay más de uno con ganas de levantarse y gritarles: ¡largaos a la feria en vuestras jacas, señoritos! De modo que no es posible. Si quieren seguir marcando el paso a los demás, no les queda otra que protestar por el cambio de música y llamar a todo el mundo a que pare. Una gran putada, sin duda, entre otras cosas porque si el llamamiento no sale bien y la gente sigue a lo suyo - lo que parece probable - van a quedar como unos líderes más bien flojos, y esos que están entre su público deseando sustituirles no van a dejar pasar la ocasión.

Este es el cuento. Antes del colorín colorado, toca hacerse una pregunta: ¿dónde están los ciudadanos? Hemos visto muchos líderes (ya saben, gente que manda). Hemos visto poderes ejecutivos, partidos políticos, organizaciones sindicales. Incluso hemos visto votantes. Pero un votante no es un ciudadano (el derecho al voto es sólo una dimensión de la ciudadanía). ¿En qué momento de las decisiones que se toman se tiene en cuenta a la gente, a sus necesidades y deseos? Los partidos tradicionales se dirigen sólo a votantes: lo único que cuenta es qué papeleta meten en el sobre; sus motivos, sus razones, el hecho de que lo hagan con toda la información o engañados es indiferente. ¿Tienen emociones y sentimientos nuestros políticos? Sin duda. El problema es que sólo parecen variar en función de los sondeos. No hay más objetivo que la victoria electoral. La clase política (y otras clases, como la sindical) parece hoy en día un ejército de replicantes. Sería ciencia ficción imaginarlos rebelándose contra su naturaleza, como los de Blade Runner, y explicando sus posturas y decisiones en función de unos principios sostenidos racionalmente.