viernes, 18 de febrero de 2011

Sangre y vísceras en la política madrileña


Hace unos días una revista publicó en portada una acaramelada foto del Alcalde Gallardón y la Presidenta Aguirre en el parque del Retiro, coincidiendo con el día de los enamorados. Creí que respondía a un mensaje político: “es amor lo que está en el aire, no contaminación”. No era así, ya que la jugada hubiera sido muy arriesgada: los científicos no han hallado resto alguno de sentimientos en las muestras tomadas. Mucha polución, nada de emoción.

La revista perdió una buena oportunidad, porque un 14 de febrero (el de 1929) se produjo un suceso que luego fue inmortalizado en muchas películas: la famosa matanza de San Valentín, en la que Al Capone mandó dar matarile a unos rivales en un garaje de Chicago. No es precisamente el amor romántico (ni ningún otro tipo de amor) lo que caracteriza a la política madrileña. Más bien el navajeo por la espalda y la conspiración ignominiosa. Doña Esperanza, metralleta en ristre, vestida con sombrero, gabardina y botines, y Don Alberto, mismo atuendo pero cautivo y desarmado, habrían compuesto una escena quizás menos edificante pero sin duda más realista.

Aguirre y Gallardón llevan años sirviendo de ejemplo a Churchill: el adversario está en la oposición, el enemigo en el partido propio. Ahora Tomás Gómez y Jaime Lissavetzky parecen dispuestos a imitarles. Lógico: pensarán que si a los del PP les ha ido bien, porqué no iba el PSOE a ser menos. Y allá van, plenamente dispuestos a ser más.

Habrá quien diga que la discrepancia interna es signo de vitalidad democrática. Hombre, si esto fuera así Gran Hermano sería la nueva Atenas. Y ya les digo yo que no lo es. No son ideas o proyectos lo que se disputa en las luchas intestinas de PSOE y PP. Son, como sabe cualquiera, cuotas de poder. En lugar de un garaje o un antro ilegal, las élites políticas madrileñas trasladan sus reyertas a escenarios como Caja Madrid o los órganos que confeccionan listas electorales, convirtiendo así las instituciones en algo parecido a la cocina de Hannibal Lecter. Esta forma de proceder explica también la dificultad para deshacerse de malas compañías, como alcaldes-gürtel o dirigentes condenadas por prevaricación.

No quisiera llevar la metáfora demasiado lejos. El PP y el PSOE no son bandas mafiosas. Son lo que los paleontólogos llaman fósiles vivientes: organismos de otro tiempo llamados a extinguirse si se produce un cambio en su entorno o si aparece un competidor mejor adaptado. Un meteorito o, qué se yo, una marea (magenta) podría significar su final si no cambian.

Un día, dentro de muchos siglos, alguien desenterrará los restos de una gaviota y de un puño con una rosa y anunciará fascinado que hubo un tiempo en que unos partidos gigantescos, endogámicos, caníbales y muy torpes dominaban el entorno político español. Se harán películas de terror y los niños jugarán con muñecos de Aguirre y Gómez.

domingo, 13 de febrero de 2011

El mundo cambia y no siempre a peor

Mubarak ha caído. ¿Qué nos deparará el futuro? ¿Qué será, será? No tengo ni idea, pero desde luego no tiene porqué ser peor que lo que había. Para los egipcios no es difícil mejorar. Para el mundo tampoco. El Oriente Medio no ha sido una región tranquila ni estable mientras Mubarak fue el amo. ¿Que podría haber sido peor? Claro, eso es algo que le pasa a toda circunstancia. En fin, lo que viene ahora no será tan emocionante pero será muy interesante.

Les dejo, por si no los hubieran leído, tres artículos al respecto (son todos ellos de El País; ya me gustaría ser más transversal, pero es lo que hay): Mario Vargas Llosa, Timothy Garton Ash y André Glucksmann.

Recomiendo, ahora y siempre, Obamaworld, que ha hecho un seguimiento de primera.

Y dejo un artículo de Savater sobre el problema vasco, que es mu delicao. También de El País, me cachis.


martes, 8 de febrero de 2011

¿Reconciliación? No cuenten conmigo




Ya lo han hecho algunos, pero habría que recordar que ETA está francamente mal. Han tenido que retroceder y adoptar posiciones que - nos parezcan o no aceptables y sinceras - antes siempre habían rechazado. Hay cosas que se han hecho bien. Y las que se han hecho mal no han sido totalmente destructivas.

Sin embargo, lo más importante que como sociedad nos jugamos ahora es lo mismo que nos hemos jugado siempre: la dignidad democrática. ¿Y a qué llamo dignidad democrática? A los mínimos principios compartidos que permiten que este invento político funcione pese a otro tipo de diferencias. Y voy y me explico.

Los que nacimos en los años inmediatamente anteriores o posteriores a la muerte de Franco, no tuvimos experiencia directa de la transición. Los consensos de entonces, que moldearon nuestra cultura política de hoy, nos llegaron mediante los relatos de sus protagonistas o de observadores. En principio deberíamos estar mejor equipados para cuestionarlos con sensatez que los que vivieron el momento (aunque viendo a gente como Bibiana Aído, tan acomodada en el sectarismo más simplón, uno se da cuenta que la juventud no es más que un virus que, en casos desgraciados, no se pasa ni con la edad). En cambio sí vivimos algunos otros momentos importantes, como el asesinato de Miguel Ángel Blanco y sus consecuencias políticas. Lo que sucedió por entonces fue que se venció uno de los principios malignos heredados de la transición: el que, desde cierto sentimiento de culpa, no aprobaba pero sí entendía las motivaciones de los terroristas. Aquel crimen (y otros que lo precedieron y lo siguieron) sirvieron para marcar una línea roja y un cartel de prohibido el paso con la leyenda: "en esta democracia no caben todos: los asesinos y sus cómplices se quedan fuera". Puede parecer poca cosa, pero en España hay pocos consensos así. La participación masiva en las manifestaciones y la acción política de grupos como ¡Basta Ya! nos dio, además, un sentido de comunidad muy raro para el carácter español (en caso de que exista tal cosa).

Por supuesto es frágil. Cuando en 2004 unos terroristas islamistas mataron a 191 personas en Madrid, yo no escuché ningún grito de "terroristas asesinos" una vez que se supo que no había sido ETA, y sí, en cambio, el de "Aznar asesino". La línea y el cartel sólo servían para ciertos terroristas. Y ni eso. Desgraciadamente la lucha antiterrorista no ha quedado al margen de la marrullera pelea política española. Sin embargo, y en general, el principio ha sobrevivido. ETA es incompatible con la democracia. Y de este modo podemos sentirnos parte de una comunidad cívica para cuya pertenencia basta con compartir este principio y algún otro también muy general.

Lo que nos jugamos, y lo que nos vamos a jugar en los próximos años, incluso aunque ETA diga mañana que se rinde y que aquí están sus pistolas, es la supervivencia de ese principio. Lo que va a llegarnos (ya nos está llegando) es una llamada a la reconciliación. No. Aquí no ha habido dos Españas. Aquí ha habido asesinos y víctimas. Es fundamental que haya vencedores y vencidos para que ese sentimiento de comunidad tan frágil no se venga abajo. No podemos aceptar el mensaje de que las manifestaciones contra ETA fueron parte de un juego. No. Eran actos políticos en defensa de valores esenciales e irrenunciables en democracia. Y la línea que se marcó no era - no es - arbitraria como la del triple en baloncesto. Es la que marca la diferencia entre los que pueden entrar y los que no. Como vivimos en democracia la línea es muy generosa: basta con no matar ni ser cómplice de los que matan.

Lo que nos jugamos es nuestra comunidad política. Y no creamos que está a salvo. El ataque a la comunidad vendrá de dentro. Por ejemplo de Javier Cercas, que escribió en El País un artículo liberando a los etarras de la exigencia de condenar el crimen. Recibió la respuesta que se merecía de Arcadi Espada. Pero la cosa no quedará aquí. Que no nos venza el hastío.