viernes, 5 de noviembre de 2010

Dioses irresponsables y ciudadanos virtuosos (I)

Querido lector: es usted poderoso. Nuestro sistema político le otorga unos derechos que le permiten decidir quién gobierna. Usted, una persona de apariencia humilde, es en realidad un soberano (o soberana). Un potentado (o potentada). Un dios (o diosa). Los grandes líderes de la nación se muestran ante usted deferentes, serviciales, incluso aduladores. No dejan de decirlo: usted, imperial caballero (o amazona), cuya única arma es una papeleta electoral, es depositario de la sabiduría, de la sensibilidad y aún de la presciencia. Usted es el Pueblo Soberano (le aseguro que escribo estas líneas genuflexo).

Con otra retórica y peor sintaxis este viene a ser el mensaje que se nos arroja desde el establishment. Pero usted, intuitivo lector, nota que algo no encaja. “¿Por qué - se pregunta - esta gente extraña se empeña en hacerme tanto la rosca? Dicen que soy sabio, y sin embargo no logro sintonizar el TDT. Además, aparte de votar cada cuatro años, ¿de qué otra forma ejerzo mi inmenso poder? De higos a brevas me acerco a mi colegio electoral y me veo obligado a elegir de un menú que, salvo pocas excepciones, comprende platos sin sustancia o directamente podridos”. Resignado, se conecta a internet, abre un periódico, enciende la radio y vuelve a encontrarse con el mensaje de siempre: “usted decide, y lo que decide es que nosotros decidamos por usted”.

Una vez introducida la sagrada papeleta en la urna proverbial, usted, perspicaz lector, se percata de que ya no pinta casi nada. “Déjenos a nosotros, los profesionales” parecen decirle, como si la política fuera una rama de la fontanería o de la contabilidad. Una tarde, al volver a casa, coincide con su vecino, el del ático, y usted, confiado lector, le abre su corazón. Él contesta que la política es así, y que lo que tienen que hacer los políticos es dejar a la gente en paz para que se ocupe de sus cosas. Si no fuera porque el ascensor se ha detenido en su planta, usted le contestaría que la política también forma parte de “sus cosas”.

Usted, esforzado lector, entra en casa y se derrumba en el sofá. Está agotado tras un día duro en la oficina. ¿Qué dan hoy? Fútbol, seguro. O una serie infumable. Lo pone, pero no le presta atención. Una idea le da vueltas en la cabeza. Sí, reflexivo lector, hay una contradicción en el discurso: por una parte le atribuyen a usted un poder ilimitado; por otra le invitan a dedicarse a sus asuntos, a no meterse en política, que ya es la vida muy complicada. No se concentra en el fútbol, perplejo lector. Ante usted se aparece una imagen escalofriante: cuarenta y cinco millones de seres todopoderosos viendo la tele absolutamente desentendidos de lo que acontece. El mundo como un inmenso Olimpo en el que los dioses no sólo no tienen sobre quién mandar, sino que no tienen nada que decidir. Delegaron en un grupito de mortales que, paradójicamente, son los que hacen y deshacen a su antojo. Dioses irresponsables y hombres que les gobiernan ¡El mundo al revés!

Tras esta epifanía, lector visionario, usted comprende mucho mejor lo que se espera de usted: que se esté quietecito. Que cada cuatro años meta un sobre en una urna para justificar (más que legitimar) a los que van a mandar. Y que si quiere quejarse, puede hacerlo, pero nada más. Protesten, protesten, que hay libertad de expresión. Total, para lo que les va a servir... A estas alturas, desengañado lector, usted renuncia encantado a su estatuto divino. Devuelve el carné de dios y deja de pagar la cuota. Vuelve a ser lo que siempre fue: un mortal. Algo ha cambiado, sin embargo: ya no quiere ser todopoderoso, pero está decidido a ser un ciudadano.

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