martes, 9 de noviembre de 2010

Dioses irresponsables y ciudadanos virtuosos (y II)

Por tanto, queremos renunciar a la (falsa) omnipotencia pero acceder a la ciudadanía ¿Por dónde empezar? - se pregunta usted, desacostumbrado lector. Primero por reconocerse como igual a los demás, y por tanto limitado en su poder, que comparte con muchos otros. Para influir en la organización de las cosas públicas tenemos que unirnos: uno por uno somos impotentes; agrupados podemos hacernos oír. Si somos iguales, nos debemos un respeto. Y si vamos a compartir un proyecto respetarse significa discutir los asuntos importantes abiertamente y con honestidad. Es decir, sin utilizar a los demás para nuestros fines particulares. Sin perder de vista el bien común. Enhorabuena, venturoso lector: ha dado usted con la virtud ciudadana.


Ciudadanía, murmura usted, embelesado lector, y se imagina a sí mismo con túnica, en el ágora y hablando en griego clásico. Ciudadanía. ¿Qué significa? Derechos, sin duda, pero también obligaciones. Libertad, pero no sin responsabilidad. Pertenencia, pero abierta a nuestros iguales, que son todos. Y algo más: participación. La ciudadanía que quieren los grandes partidos es la de una planta de salón que cada cuatro años salga de su macetero y trabajosamente consiga depositar en la consabida urna el lastimero voto. Vuelta al macetero y a vegetar. Usted, enérgico lector, dice no a esa ciudadanía comatosa. Usted ha comprendido que hay que actuar. Existen muchas formas de hacerlo. A usted le gustaría, por ejemplo, tener algo más que decir acerca de quiénes sean los líderes que nos representen. Pues bien, existe un mecanismo para ello: las elecciones primarias, a través de las cuales se puede dirimir el liderazgo en diferentes niveles de un partido político. Así se puede evaluar el mérito del trabajo y de las propuestas de unos y de otros. Así se piden y se ejercen responsabilidades. Así se debate públicamente y se coordinan las acciones. Ah, la razón actuando, la deliberación en estado puro, la virtud cívica en todo su esplendor.


Pero usted, resabiado lector, no se ha caído de un guindo. ¿Cómo sabe que no se van a reproducir en las primarias los vicios que tanto le molestan en otras elecciones? Abre el periódico y se topa con el PSOE de Madrid, donde todos cantan las alabanzas de las primarias, a pesar de que ninguno las quería: no les ha quedado más remedio al fracasar las componendas y las coacciones. Las crónicas hablan de avales, facciones, promesas, apoyos, intercambios. Pura negociación entre grupos de poder. Al final alguien gana. ¿Y bien? ¿Dónde está la virtud cívica? ¿Qué de bueno puede salir de ahí? No me entienda mal, paciente lector: las primarias son una institución apreciable. Pero de nada sirven las mejores instituciones, ni las leyes más rigurosas, ni los estatutos mejor compuestos si prescindimos de la virtud ciudadana. Es decir: si no estamos dispuestos a hacer lo correcto por el interés general y si no exigimos a nuestros representantes que hagan lo mismo.





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